En el año 400, lo más parecido a ver una película era entrar en una iglesia y escuchar esas historias plagadas de fantasía y hechos sobrenaturales. Esto fue lo que le pasó a Simeoncito. Hasta entonces, a pesar de ser un niño, llevaba una vida productiva cuidando del rebaño. Sin embargo, un mal día, a la edad de 15 años, entró en una iglesia y se truncó su prometedora carrera de cabrero.
Simeoncito de mayor quería ser santo por los cuatro costados. Ingresó en un monasterio dispuesto a llegar bien alto (ya verán por qué digo esto). Aunque los apologistas dicen que se aprendió de memoria los 150 salmos porque el pobrecito no tenía libros, yo (que, por impío, me abrasaré en el infierno, mientras Satanás en persona me adereza con esa horrible salsa barbacoa) sospecho que ni sabía leer, ni fue capaz de aprender.
Siendo tan ceporro, tenía que hacerse notar de alguna manera que estuviese al alcance de sus posibilidades. Se le ocurrió atarse un bejuco espinoso alrededor de la cintura, inventando así el cilicio (que recibe el nombre por Cilicia, región de la península de Anatolia que vio nacer a nuestro protagonista). Por esta maravillosa contribución al progreso de la humanidad, debería haber recibido en vida un justo reconocimiento, pero desgraciadamente aun no se habían instituido los premios Nobel.
Andaba por ahí goteando sangre, hasta que un día el superior de monasterio le dijo: “¿Qué coño te pasa, Simeoncito? ¡Estás poniendo la capilla echa un asco y la acaban de fregar!”. A continuación, lo mandó a la enfermería, en donde con esfuerzo y mucha agua caliente lograron extraerle el cilicio que tenía incrustado en la carne.
Como es natural, lo pusieron de patitas en la calle (es lo que tiene ser pionero en algo; tus contemporáneos no te comprenden). El que en esa época no hubiesen manicomios funcionando, no era razón suficiente para que el monasterio tuviera que soportar a un loco dispuesto a todo sólo por destacar.
Se fue a vivir en una cisterna seca abandonada (que tomen ejemplo los hijos gorrones que no se independizan hasta que les ponen la maleta en la puerta). Después de estar allí cinco días en oración se le ocurrió la idea de pasar los 40 días de cuaresma sin comer ni beber, como Jesús. Menos mal que un anciano de la zona se le ocurrió ir a echarle un vistazo y lo encontró medio muerto. Contento con esta experiencia autodestructiva, Simeoncito decidió que pasaría así todas las cuaresmas de su vida.
Trasladó su domicilio a una cueva en el desierto, y se hizo atar con una cadena a una roca y soldarla para evitar la tentación de irse. Así estuvo varias semanas. Supongo que la gente llevaba a los niños, se hacían fotos y le echaban cacahuetes. Pero un día pasó por allí el Obispo de Antioquía y le dijo: "Las fieras sí hay que atarlas con cadenas, pero al ser humano le basta su razón y la gracia de Dios para no excederse ni irse a donde no debe". Lo que traducido al cristiano viene a significar: “No seas tan bestia, Simeón; compórtate como una persona, ¡cojones!”.
Se ve que nuestro amigo debió captar, aunque solo fuera vagamente, la idea de que no lo estaba haciendo del todo bien. Entonces Simeón, que era un rato bestia, aunque obediente, se mandó quitar la cadena. Después de todo, ya se había hecho notar ante un obispo.
Pero sus fans no le dejaban rezar en paz; todo el día echando sermones en directo y firmando camisetas con su retrato. Hasta le quitaban pedacitos de su manto para llevarlos como reliquias. Antes de que lo dejaran en pelotas, se hizo construir una columna de tres metros para vivir sobre ella de forma permanente. De ahí viene lo de Simeón el “estilita” (columna se dice "Stilos" en griego; por lo que “estilita” viene a significar: el que vive en una columna).
Pero sus seguidores me subían unos sobre otros y luego se repartían los jirones. Ante eso, Simeón mandó que elevaran la columna hasta los 7 metros. Aun así, la gente llegaba de todas partes con escaleras y varas de podar (me refiero a esas que tiene unas tijeras que se accionan desde el otro extremo). Viendo que peligraban sus partes íntimas (las pelotas incorruptas de este santo varón serían una reliquias muy apreciadas) invirtió parte de los cuantiosos donativos que sin duda recibía, en una nueva columna; esta vez de 17 metros (¿ven por qué les decía que llegaría alto?), y allí pasó sus últimos 37 años de su vida.
A pesar de que dos cristianos con autoridad (el superior del monasterio y el Obispo de Antioquía) señalaron su error, la Santa Madre Iglesia consideró posteriormente que la vida de este hombre había sido ejemplar y, en consecuencia, lo hizo santo.
Bueno, ya lo saben. Si no estamos seguros de que al acabar nuestros días hagan una bonita escultura con nuestra imagen y la coloquen sobre una columna como reconocimiento a nuestras buenas obras, siempre nos queda la posibilidad de subirnos a una, y esperar a que nos hagan santos.
