Andaba recopilando información sobre los trabajos de Francis Crick, cuando tropecé con una afrimación que me llamó la atención:
"... dedicó medio siglo de su vida buscando lo que por términos religiosos se entiende como alma y científicos como consciencia. El investigador la encontró en medio de una marea de neurotransmisores e intrincadas estructuras cerebrales cuyo peso oscila los 21 gramos y desaparece al morir."
En principio, me inclino a pensar que se trata de una expresión poco afortunada que induce al mal entendido. Creo que lo que se pretende decir es que, la marea de neurotransmisores e intrincadas estructuras cerebrales que posibilita las funciones de la conciencia, pesa unos 21 gramos. Y lo que desaparece al morir son las conexiones de esa red de neurotransmisores, no los 21 gramos.
¿Creen Vds. que estoy en lo cierto?
Y, en caso contrario, ¿Qué base científica tendría esa perdida de peso en nuestro cerebro en el momento de la muerte?
Gracias por adelantado
EL PESO DEL ALMA
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ashinga... francis crick??? el del DNA? bueh, anyway, no creo q sea cierto eso de los 21 gramos, pk como jodidos le hizo para saber q pesaba 21 gramos cuando los sujetos estaban vivos? supongamos que peso al sujeto entero antes y despues, y resulta q despues peso 21 g menos, mmm como demonios sabe q esos 21 g son del cerebro?????? nah nah nah nanai del paraguai, seguro es alguna otra tonteria mistica.... ciertamente los organismos tienden a perder peso al morir, tomando en cuenta el aire q se sale..... ven? facil, expelemos el aire al morir...
- tequileitor
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Sin prisas, y con muchas pausas, he logrado algo más de información sobre el tema. Por cierto, gracias por vuestras respuestas.
Resulta que el asunto de los 21 gramos puede catalogarse como leyenda urbana. Incluso hay una película con el mismo título. No tiene ninguna relación con los trabajos de Francis Crick, por lo que no me explico ese desliz en la Wikipedia. Pero ¡ATENCIÓN! tiene como base los experimentos que, en 1907 realizara el médico estadounidense Duncan Mac Dougall (de Haverhill, Massachusetts).
Este señor compró una cama-balanza y reclutó a seis moribundos (cuatro de tuberculosis, uno de diabetes y el sexto de causas no especificadas).
Estos fueron (resumidamente) los resultados:
Paciente N° 1: pérdida de “tres cuartos de onza” (unos 21,3 gramos) “súbitamente coincidiendo con la muerte”.
Paciente N° 2: pérdida de “una onza y media y cincuenta granos” (o sea 45,84 gramos) en “los dieciocho minutos que transcurrieron desde el cese de la respiración hasta que estuvieron seguros de su muerte”.
Paciente N° 3: pérdida de “media onza coincidiendo con la muerte, y una pérdida adicional de una onza pocos minutos mas tarde” (42,65 gramos en total).
Paciente N° 4: MacDougall consideró esta prueba sin valor, debido a que la balanza no pudo ser bien ajustada “por la interferencia de personas opuestas a su trabajo”.
Paciente N° 5: en este caso, se registró una pérdida inicial de “tres octavos de onza” (10,66 gramos) “simultáneamente con la muerte”, pero luego el fiel de la balanza regresó espontáneamente a su posición inicial y se mantuvo allí por quince minutos a pesar de retirar los pesos.
Paciente N° 6: esta prueba también resultó invalidada al fallecer el paciente antes de que la balanza fuera calibrada.
MacDougall también efectuó un experimento control, consistente en envenenar a quince perros sanos para pesarlos en el momento de la muerte, con resultados uniformemente negativos. Para el médico todo cuadraba: sin dudas, ésta era la prueba por excelencia de que los únicos que gozaban de alma eran los seres humanos.
La noticia apareció el 11 de marzo de 1907 en la página 5 del New York Times y en la revista American Medicine en su número de abril de ese año. En su artículo, el Dr. MacDougall comenzó esbozando una muy materialista hipótesis sobre la “sustancia del alma”, partiendo del supuesto de que “si las funciones psíquicas continúan existiendo como una individualidad o personalidad separada después de la muerte del cerebro y del cuerpo, entonces tal personalidad sólo puede existir como un cuerpo ocupante de espacio”. Y como se trata de un “cuerpo separado”, diferente del éter continuo e ingrávido, debe tener peso, igual que el resto de la materia. Esa sustancia, obviamente, se desprende del cuerpo en el momento de la muerte, y por lo tanto la pérdida de peso debe ser medible
Objeciones
Ante todo, evitemos las explicaciones fáciles, como sospechar que la pérdida de gas intestinal o del aire pulmonar da cuenta de la (supuesta) pérdida de peso que MacDougall observó en sus experimentos. La segunda posibilidad fue descartada por él mismo, pues verificó que inspiraciones y espiraciones forzadas no alteraban el equilibrio de la balanza. En cuanto a la primera, ya sean veintiuno o cuarenta y pico los gramos de gas, estos equivalen a un volumen de muchos litros, fácilmente detectables tanto pre como postmortem.
En realidad, es inútil pretender buscarle explicaciones “naturalistas” a la pérdida de peso que (supuestamente) se observó, por la sencilla razón de que todo el experimento está viciado por severas fallas. Empezando por una descripción en general confusa de los procedimientos y una muestra demasiado pequeña: se pudieron analizar los datos de apenas cuatro pacientes. Por otra parte, no se utilizó un criterio claro para definir “el momento exacto de la muerte”, dadas las limitaciones de la época.
Tampoco podemos confiar en las mediciones. MacDougall afirma que sus escalas eran sensibles a “dos décimas de una onza” (5,68 gramos), lo que resulta tan poco serio como medir milímetros con una regla graduada solo en centímetros.
En resumen, sólo tenemos una colección de datos que se debaten entre la incongruencia y la anécdota, con una posibilidad inmensa de errores instrumentales.
Hasta la fecha, ningún otro científico se ha atrevido a sacar la balanza, salvo un dudoso médico alemán, Becker Mertens de Dresden, quien dijo el 8 de noviembre de 1988 a la revista de chimentos Weekly World News que el alma humana pesa 0,009449055 gramos.
De todo lo dicho se deduce que el alma humana ha perdido mucho peso durante el siglo XX. Vamos, que a fecha de 2006 ya ni existe.
Resulta que el asunto de los 21 gramos puede catalogarse como leyenda urbana. Incluso hay una película con el mismo título. No tiene ninguna relación con los trabajos de Francis Crick, por lo que no me explico ese desliz en la Wikipedia. Pero ¡ATENCIÓN! tiene como base los experimentos que, en 1907 realizara el médico estadounidense Duncan Mac Dougall (de Haverhill, Massachusetts).
Este señor compró una cama-balanza y reclutó a seis moribundos (cuatro de tuberculosis, uno de diabetes y el sexto de causas no especificadas).
Estos fueron (resumidamente) los resultados:
Paciente N° 1: pérdida de “tres cuartos de onza” (unos 21,3 gramos) “súbitamente coincidiendo con la muerte”.
Paciente N° 2: pérdida de “una onza y media y cincuenta granos” (o sea 45,84 gramos) en “los dieciocho minutos que transcurrieron desde el cese de la respiración hasta que estuvieron seguros de su muerte”.
Paciente N° 3: pérdida de “media onza coincidiendo con la muerte, y una pérdida adicional de una onza pocos minutos mas tarde” (42,65 gramos en total).
Paciente N° 4: MacDougall consideró esta prueba sin valor, debido a que la balanza no pudo ser bien ajustada “por la interferencia de personas opuestas a su trabajo”.
Paciente N° 5: en este caso, se registró una pérdida inicial de “tres octavos de onza” (10,66 gramos) “simultáneamente con la muerte”, pero luego el fiel de la balanza regresó espontáneamente a su posición inicial y se mantuvo allí por quince minutos a pesar de retirar los pesos.
Paciente N° 6: esta prueba también resultó invalidada al fallecer el paciente antes de que la balanza fuera calibrada.
MacDougall también efectuó un experimento control, consistente en envenenar a quince perros sanos para pesarlos en el momento de la muerte, con resultados uniformemente negativos. Para el médico todo cuadraba: sin dudas, ésta era la prueba por excelencia de que los únicos que gozaban de alma eran los seres humanos.
La noticia apareció el 11 de marzo de 1907 en la página 5 del New York Times y en la revista American Medicine en su número de abril de ese año. En su artículo, el Dr. MacDougall comenzó esbozando una muy materialista hipótesis sobre la “sustancia del alma”, partiendo del supuesto de que “si las funciones psíquicas continúan existiendo como una individualidad o personalidad separada después de la muerte del cerebro y del cuerpo, entonces tal personalidad sólo puede existir como un cuerpo ocupante de espacio”. Y como se trata de un “cuerpo separado”, diferente del éter continuo e ingrávido, debe tener peso, igual que el resto de la materia. Esa sustancia, obviamente, se desprende del cuerpo en el momento de la muerte, y por lo tanto la pérdida de peso debe ser medible
Objeciones
Ante todo, evitemos las explicaciones fáciles, como sospechar que la pérdida de gas intestinal o del aire pulmonar da cuenta de la (supuesta) pérdida de peso que MacDougall observó en sus experimentos. La segunda posibilidad fue descartada por él mismo, pues verificó que inspiraciones y espiraciones forzadas no alteraban el equilibrio de la balanza. En cuanto a la primera, ya sean veintiuno o cuarenta y pico los gramos de gas, estos equivalen a un volumen de muchos litros, fácilmente detectables tanto pre como postmortem.
En realidad, es inútil pretender buscarle explicaciones “naturalistas” a la pérdida de peso que (supuestamente) se observó, por la sencilla razón de que todo el experimento está viciado por severas fallas. Empezando por una descripción en general confusa de los procedimientos y una muestra demasiado pequeña: se pudieron analizar los datos de apenas cuatro pacientes. Por otra parte, no se utilizó un criterio claro para definir “el momento exacto de la muerte”, dadas las limitaciones de la época.
Tampoco podemos confiar en las mediciones. MacDougall afirma que sus escalas eran sensibles a “dos décimas de una onza” (5,68 gramos), lo que resulta tan poco serio como medir milímetros con una regla graduada solo en centímetros.
En resumen, sólo tenemos una colección de datos que se debaten entre la incongruencia y la anécdota, con una posibilidad inmensa de errores instrumentales.
Hasta la fecha, ningún otro científico se ha atrevido a sacar la balanza, salvo un dudoso médico alemán, Becker Mertens de Dresden, quien dijo el 8 de noviembre de 1988 a la revista de chimentos Weekly World News que el alma humana pesa 0,009449055 gramos.
De todo lo dicho se deduce que el alma humana ha perdido mucho peso durante el siglo XX. Vamos, que a fecha de 2006 ya ni existe.